Siempre he sido muy de meterme a defender causas perdidas y, cuando descubrí al Ceares y me empecé a interesar por su modelo de gestión, la sombra del descenso rondaba La Cruz fin de semana sí y fin de semana también. Lo cierto es que la cosa pintaba francamente mal (y tener que seguir a un equipo única y exclusivamente por su cuenta de Twitter no ayuda precisamente a templar los nervios, más bien lo magnifica todo para bien y para mal) pero había un grito de guerra que atronaba en mi cabeza: KEEPING THE FAITH. Me sorprendía ver por las redes sociales cómo los aficionados se agarraban a ese lema como a un clavo ardiendo y lo repetían hasta la saciedad. Si ya me había picado el gusanillo, viendo aquello se me gripó el corazón y me enamoré del todo. Y entonces llegó la penúltima jornada, en casa contra el filial del Oviedo, se ganó 3-0 y por primera vez en mi vida celebré goles en el trabajo leyendo en el móvil como si estuviese en el campo de fútbol. Mis compañeros de curro me miraban como al enfermo mental que probablemente sea mientras yo deliraba celebrando que un equipo al que a priori no me une absolutamente nada iba a mantener la categoría. Y si yo estaba así, el aspecto que tenía la grada de La Cruz ese día era un escándalo. Desde entonces lo que iba a ser una simple parada turística si alguna vez subía a Asturies se convirtió en una obsesión, hasta el punto de que subí exclusivamente a ver al Ceares y no a hacer turismo.
La Cruz me enamoró por todo, empezando porque la propia ciudad de Xixón me pareció preciosa y siguiendo por cómo se portó la gente de allí (y eso que dejé un pufo en la Cafetería Dipos que aún me duele recordar, que pienso ir a pagar en persona y que explica, entre otros motivos, por qué estoy dejando de beber). Pero sobre todo me enamoró la grada, esa grada.
En la grada de La Cruz, perfectamente ubicada al calor de La Cantina y al lado de los meixaerus (por cierto, los meaderos mejor ubicados que he visto jamás en un campo de fútbol, ¡se ve de puta madre mientras desahogas!), siempre hay fiesta. No se para NUNCA de animar, las sonrisas son permanentes, la cerveza vuela (en ocasiones literalmente), el ambiente es espectacular, los desconocidos te abrazan cuando marcan los locales, no se insulta ni al árbitro ni al equipo visitante (de hecho se muestra un respecto que ya quisiera ver yo en otras categorías...) y tocar el propio césped durante el partido es tan sencillo que me resultó inevitable hacerlo. En La Cruz se respira fútbol por los cuatro costados, un fútbol muy lejano de lo que vivido nunca en mis visitas al Calderón, al Campo de Fútbol de Vallecas o a cualquier otro ESTADIO (porque digan lo que digan La Cruz para mí no es un campo, es un ESTADIO en toda regla). En La Cruz entendí todo lo bonito que tiene el balompié, lo divertido que es el fútbol cuando es cercano. Lo que mola que el fútbol sea de los aficionados y se haga para ellos. Y eso no se compra con dinero.
La Cantina es un garito MUY DE PUTA MADRE. |
El Ceares es la prueba irrefutable del tan manido "sí se puede". Se puede disfrutar del fútbol sin millonadas de por medio y sin favores (más bien con muchas trabas) de las instituciones. El Ceares es un modelo de gestión que ha pasado de estar al borde del descenso a quedarse a las puertas de la FedCup y, este año, esta misma tarde, a hacer historia poniéndose líder.
Es un lujo y un placer poder ir presumiendo por ahí: "yo soy del Ceares". Aunque me pille a más de cuatrocientos kilómetros de mi casa y aunque tenga que seguir los partidos por Twitter. Es una pasión difícil de explicar, pero es una pasión preciosa.
Keep the faith. Este año lo petamos.
Gracias.